Entre los ojos de mi hombre se
yergue una verdad.
Mi hombre no merece el
destierro, sino el alma. Cada mañana se levanta y en el eje de su
voz proyecta soles y lluvias que limpien el aire viciado.
Mi hombre es simple. Sabe que
el viento es la sombra del agua. Disculpa a la lluvia por ser
mensajera, a la nieve por ser blanca.
Mi hombre es sabio. No busca:
su unicornio lo encuentra. Cuando lo cabalga, la tierra se apresura y
brota yerbas y limos que ablandan su senda.
Mi hombre tiene dos manos. Una
para la belleza, otra para el ánimo. A veces, los juegos del agua lo
tientan. Pero él no es ganancia, no es pescado.
Mi hombre sube a los cerros con
el paso breve y la mirada baja. Nunca los astros lo han deslumbrado.
Cuando el sol afloja, osa mirar a lo cercano. Quizá una flor, quizá la arena que ha pisado.
Mi hombre regresa y trae
centeno. No entiende de molienda, ni sabe de campo. Pero conoce el
valor de cada grano.
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